sábado, 29 de enero de 2011

  Valora la situación del instante cuando nota la lengua invadiendo su boca sorprendida por lo imprevisto del gesto. Segundos antes hablaban de la excelencia de aquel vino de cuatro con veinte, ahora mezclaban su sabor en saliva entrecruzada, movimientos de cabeza buscando el ángulo para mejor acometer el placer del beso primero, meses de flirteos, coqueteos, llamadas telefónicas facturadas en tarifa plana entre sueños, deleitando las orejas con el dulce sonido de tu voz hablando de cosas banales,  ideas y otras flojeras.
  Angustiada por el deseo que pervierte el cosquilleo que siente en su nuca atrapada firmemente por aquella masculina mano de manicura perfecta, alejada de rugosidades familiares, perfumada de olores que se dejaron en el antaño de su otro hombre, de su imperfecto marido que coartaba las alas de su libertad mediante las cadenas sentimentales de tres hijos, niño-niña-niña, que ocupaban sus adultas horas de existencia rutinaria sin sueños ni desatinos, de ropa sucia y platos en la pica, siente que la juventud que recorrió su cuerpo de lenguas diversas, ávidas por sus caderas, entretenidas en sus pechos turgentes vuelven en la fuera enredada de unas sabanas ásperas de motel por horas, porque los besos pasaron a más, porque al sentirse mujer entre las manos de aquel hombre de duros músculos y gran resistencia, tanta que hasta tuvo que suplicar que se dejara llevar en su goce,  entre convulsiones multiorgásmicas que estremecían su cuerpo de cuarentona desaprovechada y olvidada. Se dejó llevar, pero no por eso dejó de besarla, no por eso se durmió entre ronquidos, siguió, continuó sacando sensaciones recicladas, se perdió en la intensidad de sus suspiros, se entretuvo en mesar su cabello mientras sentía aquella lengua del bar explorar su entrepierna con mimo y deleite.
  Fue una pena tener que olvidarlo al día siguiente, no querer reconocer que otros besos, aparte de los olvidados, eran posibles. Las rugosas manos de siempre acariciaron su cintura en la noche siguiente, la fuerza de la costumbre tomó dolorosa conciencia en la penetración instantánea sin apenas caricias, con amor fingido, con platos por lavar y camisas sucias en el cesto, la repugnancia de su fluido dentro de ella, lágrimas ocultas que contrastaban con su cobardía por escapar de aquellos ronquidos que aniquilaban la existencia de su ser.

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